jueves, 27 de diciembre de 2012

NÉSTOR PERLONGUER



EN EL REFORMATORIO

O era ella que al entrar a ese reformatorio por la puerta de atrás
veía
una celadora desmayada: calesas de esa ventiluz: Inés, en los
cojines
de esa aterciopelada pesadumbre, picábase: hoy un borbón, mañana
un
parma. La hallaban así, yerta: borboteaba. Los chicos se vigilaban
tiesos en su torno-y unos se acariciaban las pelotas debajo del
bolsi-
llo aunque estaba prohibido embolsar los nudillos, por el temor al
limo, pero se suponía que la muerte, o sea esa languidez de celadora
a lo cuan larga era en el pasillo, les daba pie para ello; y asimismo,
esta mujer, al caer, había olvidado recoger su ruedo, que quedaba
flotando - como el pliegue de una bandera acampanada-a la altura
del muslo; era a esa altura que los muchachos atisbaban, nudosos,
los
visillos; y ella, al entrar, vio eso, que yacía entre un montón de niños
- y el más pillo, como quien disimula, rasuraba el pescuezo de la
inane con una bola de billar; y un brillo, un laminoso brillo se abría
paso entre esa multitud de niños yertos, en un reformatorio, donde
la celadora repartía, con un palillo de mondar, los éritros: o sea las
alitas de esas larvas que habían sido sorprendidas cuando, al entrar
en la jaula, se miraban, deseosas, los bolsillos; o era una letanía la que
ella musitaba, tardía, cuando al entrar al circo vio caer ante sí a
esos
dos, o tres, niños, enlazados: uno tenía los ojos en blanco y le
habían
rebanado las nalgas con un hojita de afeitar; el otro, la miraba
callado.

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